¿Quién no recuerda aquel poema de
Robert Graves, en el que se sueña que Alejandro el grande no murió en
Babilonia, sino que se perdió de su ejército y fue internándose en el Asia? Al
cabo de vagancias por esa geografía ignorada, dio con un ejército de hombres
amarillos y, como su oficio era la guerra, se alistó en sus filas. Así pasaron
muchos años y en un día de paga, Alejandro miró con algún asombro una moneda de
oro que le habían dado. Reconoció la efigie y pensó: yo hice acuñar esta
moneda, para celebrar una victoria sobre Darío, cuando yo era Alejandro de
Macedonia.
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