Tracey era niña en un pueblo de
Connecticut, y practicaba
entretenimientos propios de su edad, como cualquier otro tierno angelito de
Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro lugar de este planeta.
Un día, junto a sus compañeritos de
la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un hormiguero. Todos
disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la
impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero que
a ella la paralizó y le dejó, para siempre, una señal en la memoria: ante el
fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien
juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.
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